Lisbeth Salander se apoyó contra la almohada y siguió la conversación con una sonrisa torcida. Se preguntó por qué ella, a la que le costaba tanto hablar de sí misma con gente a la que veía cara a cara, podía confiarle, sin la menor preocupación, sus secretos más íntimos a una pandilla de chalados completamente desconocidos de Internet. Pero la verdad era que si Lisbeth Salander tenía una familia y se sentía parte integrante de un grupo, era junto a esos locos.